jueves, 5 de julio de 2012

Lesbos


Anne
Anoche  nuevamente lo repetí, le di todo de mí, al menos todo mi cuerpo. Él no era diferente de los demás, la única diferencia es que tenía una manía por palparme las axilas. He estado con tantos que ya no se me hace estrafalario. Siempre me repito que ellos son los usados, a quienes seduzco y obligo hasta llegar al mayor acto de unión que se supone hay. Tengo mis pretensiones, intento entender por qué es que no me gusta hacerlo con ellos, y por qué es que no me gustan. Pero no lo logro, siento ira, y, como dice la frase “hay que eliminar el mal de raíz” entonces los mato. Es sencillo. Hay un momento exacto para ejecutar su muerte, justo al final del clímax. Nunca me ha gustado ver el sufrimiento, por eso lo hago cuando ellos están en pleno goce. He visto cómo se apagan sus ojos, primero están brillando como cristales al cobijo del placer, luego una pequeña y extraña sensación invade su orgasmo, no saben qué es lo que pasa, y, para cuando empiezan a entenderlo, ya no hay como revertirlo. Sus muertes tampoco me agradan, ellos me resultan indiferentes, tanto muertos como vivos. Y no lo entiendo.

Virginia
En general, a ninguna mujer le cuesta tener a un hombre. Te vistes como mujerzuela, caminas contorneándote, un jugueteo de miradas. Y listo, lo tienes directo en tu plato. Pero conseguir una mujer es diferente. Ninguna te hace caso sólo porque seas el cuerpo más llamativo, si eres intelectual te acusan de no tener sentimientos, y si eres sentimental empiezan a dudar de si las deseas como para darles placer. Más aún, todo da un vuelco cuando eres una mujer buscando otra mujer, se vuelve tan difícil como encontrar dos lesbianas en el único bar medio decente de este pueblucho. No es sólo la desmotivación al no encontrar un maldito hombre que me guste, es también el miedo de que jamás encuentre uno y, sobretodo, el miedo de llegar a ser rechazada por quienes sí me gustan: las mujeres.

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   –Piensas como hombre –dijo el barman mirando a Virginia, él era el único que conocía sobre su lesbianismo.
   –Las grandes mentes son andróginas –respondió ella dedicándole su mejor guiño.
Habían estado dos horas calificando a cada mujer que atravesaba la puerta de entrada al bar. Virginia las prefería pequeñas porque demostraban mayor fragilidad y calzaban con su enorme autoconfianza mientras que su amigo las prefería toscas y bien puestas para que complementen su escasa fortaleza durante la intimidad. Este era el hecho del que Virginia constantemente se valía para burlarse de su amigo y, en ocasiones, obligarlo a presentarla con hombres dispuestos a acostarse con ella y olvidarla al siguiente día. Ella había dicho que prefería relacionarse con mil mujeres diferentes antes de conocer a la ‘adecuada’, pero su amigo era un romántico que deseaba conocer lo más pronto a la ‘adecuada’ y evitarse el largo camino lleno de mujerzuelas. Tal fue la razón para acusarla de tener mente masculina, y suficiente para alejarse de Virginia antes de que empiece a importunarlo con sus típicas súplicas para que pregunte a las mujeres si es que ostentaban tendencias lésbicas.
Virginia permaneció en su taburete junto a la barra mientras observaba tristemente cómo una pareja heterosexual se daba de beber vino uno a la boca del otro, la pareció que sería tan fácil ir a poner veneno en la copa de él, tal como lo hacía cada vez que estaba con un hombre, y enrollarse con la mujer que lucía tan dócil.
Desvió la mirada a la madera de la barra que estaba cubierta de gotitas de agua para no pensar más en su desagrado. No pensaba emborracharse aquella noche, ni jugar al gato y el ratón con cada mujer apetecible que encontrara. Entonces creyó que debía irse, luego de la última copa se largaría a su casa a hacerse feliz en solitario. Tomó otro trago de su tequila para degustar lenta y casi sádicamente el amargo sabor de la bebida unido al torrente sentimentalista que la inundaba desde adentro. Nunca pensó que aquella sería su noche de suerte.
El barman le colocó un martini en frente y mientras Virginia abría la boca para soltar algún enfado, él empezó a hablar con soltura:
   –Nunca pensé decírtelo, pero esto –agarró el martini entre sus manos- te lo envía la mujer del otro extremo de la barra.
   –Amigo mío, seguro que tú te equivocaste, y ella se lo envió al gordo este –miró al hombre que estaba sentado en la mesa más cercana-, o al calvo desdentado que está a mi izquierda o al adonis solterón que tengo a mi derecha –apuntó con el pulgar a un tipo moreno, cincuentón, de labios asquerosos y cabello graso. Había visto ya demasiadas veces cómo las mujeres preferían a hombres repugnantes antes que a ella.
   –No, ella fue muy clara al decirme que era para ti. Y yo también se lo pregunté para confirmar. Pero no te aseguro que ella tenga las mismas intenciones que tú –dijo al ver la mirada iluminada de Virginia-, pueda que simplemente lo hizo porque le diste pena.
   –Por algo se empieza.
Virginia sujetó la copa y caminó sonriente hacia donde estaba la que sería su ratón por aquella noche. Le estaba inmensamente agradecida por haberle subido el ánimo así no se tratase más que de un acto caritativo. La mujer le gustó de inmediato, tenía un largo cabello color chocolate a juego con sus ojos y unos labios enrojecidos más por la bebida que por el lápiz labial. No pensaba aprovecharse de ella y emborracharla, sólo quería una agradable conversación.
   –¿Qué te ha parecido el gesto? –preguntó la mujer con voz desentonada, efecto típico del alcohol. Virginia iba a empezar por agradecer, pero la mujer siguió hablando-. No me mires mal, por favor, te puedo decir mil formas en que podrías tomar mi gesto, la primera que se me ocurre es que simplemente estoy haciendo algo que a mí me han hecho un montón de veces, sólo que se lo devuelvo a una mujer. He probado más licor porque alguien me ha invitado antes que porque lo he pedido. Pero esto –levantó su vaso de whisky-, me lo he pedido yo sola y es lo que he querido, y me lo terminaré –bebió de un solo trago el resto de bebida e hizo señas para que le traigan otro.
Virginia pensó en limitarse a escucharla porque notó que la mujer estaba en la fase de cotorra que desencadena el alcohol, y ella mejor que nadie sabía que la mejor persona para desahogarse es alguien completamente desconocido.
   –Te envié el traguito porque esta noche me prometí hacer lo que me plazca, y siempre he tenido ganas de invitar a una mujer.
A Virginia le hirvió la sangre de entusiasmo al escuchar algo que siempre había oído en sueños.
   –Si quieres puedes marcharte –continuó la mujer-, pero sólo me gustaría que escuches cuál es mi gran problema, –dio un respiro cansado-. No entiendo por qué no me gustan los hombres –Virginia casi salta de la emoción-. Ahora no quiero entenderlo, sé que sólo son gustos, tal vez luego se me pase, pero por hoy, cómo me gustaría estar con una mujer.
   –Yo soy mujer –le dijo Virginia ya sin aguantar su autoimpuesto silencio.
La mujer pasó la mirada del vaso a Virginia y no necesitó volver a preguntar para saber que había hallado justo a quien necesitaba. Pero entonces recordó que sus líos sentimentales siempre terminaban, más bien que ella los terminaba, y pensó que no quería hacerle lo mismo a una mujer, así fuese una desconocida.
   –Yo siempre termino todo de forma cortante. Tómamelo literalmente.
   –No te preocupes –respondió Virginia-, yo también he tenido muchas relaciones tristes.
   –Yo voy más allá de eso, de verdad que corto mis relaciones. –Tomó la mano de Virginia-. Confío en que no me delates. Yo los corto a ellos.
La conexión de miradas entre Virginia y la mujer dejó entrever que mutuamente se entendían.
   –Tú cortas cuerpos que de antemano ya te cortaron el corazón –dijo Virginia y la mujer asintió-, yo, en cambio, devuelvo parte del veneno que me dan a diario.
La mujer, con mirada triste, sintió pena por ella misma: –Cada vez que estoy con ellos siento que dentro de mí crece un pozo vacío y profundo.
Virginia, patética por primera vez, cristalizó sus ojos y acarició la mejilla de la que ya consideraba su amante. Recordó también haber tenido sensaciones similares, y lo más desagradable y penoso que enterraba en su mente:
   –Una vez me acosté con un gay. Fue lo más triste que he hecho. Dos seres hipócritas, cada uno ocultándose a la sombra de otro más miserable.
   –¿Cómo acabo eso?  -preguntó la mujer.
   –Igual que con el resto. No pensaba soportarlo más, me concentré pensando en que el veneno pronto lo acabaría.
La mujer sonrió a Virginia, casi como felicitándola por haberlo tratado igual que el resto de la masa varonil.
   –La gente es muy simplista -dijo-, piensa que hombre y mujer están destinados a estar juntos, como los números, tan juntos como el 1 lo está del 2. Pero no se dan cuenta que entre 1 y 2 hay infinitos números.
   –Entre nosotras lo que más importa es la unión –dijo Virginia sonriendo y sin ánimos de ponerse a pensar en números.
La mujer dijo llamarse Anne. Y ambas salieron del bar. En el camino, Anne mostró el contenido de su gran bolso. Virginia vio que ella iba preparada: llevaba protección, un cambio de ropa interior, y un par de navajas. En el hotel, Anne se atrevió a preguntar lo que a ambas les urgía:
   – ¿Y cómo terminará esta noche?
   – Igual que las demás. Ninguna de las dos conoce otra manera.
Abrazaron sus cuerpos desnudos y se entregaron a la unión de sus almas. Los gemidos placenteros duraron una eternidad. Si los dioses indicaran cómo debían amarse dos mujeres, ésta sería la forma. Aquel fue un éxtasis de cuerpos femeninos que sin ser penetrados alcanzaron la gloria mutua.
Cuando hubieron de satisfacerse, sentadas sobre el colchón y abrazadas inocentemente, decidieron, sin decirse nada, que ya era hora. Virginia profundizó su abrazo estrechando aún más sus pechos contra los de Anne, acarició con ambas manos la cálida espalda de su amante, delineó por última vez su cintura, apartó lentamente los dedos, y limpió el sudor de sus manos en la sábana. El par de navajas que reposaba al borde de la cama fue retirado y Virginia lentamente desde los hombros fue hundiendo en la carne las brillantes hojas de acero marcando una gran X sobre la fina espalda. El telón de sangre tardó un par de minutos hasta desplegarse, el abrazo empezó a debilitarse, los delgados cuerpos se apartaron y las miradas se encontraron. Anne tenía lágrimas en sus alegres ojos, sus labios separados y apenas respiraba, alzó el rostro para contemplar a Virginia.
   –Gracias –dijo usando el tono de la verdadera gratitud.
Virginia sonrió al bulto que tenía en frente porque hacía rato que su visión estaba borrosa y no podía identificar los bellos ojos marrones de su amada. Ambas cayeron al unísono sobre el colchón, con Anne de espaldas respirando cansadamente y Virginia retorciéndose delicadamente al sentir todo el dolor del veneno. Por la mente de ambas pasó la idea de cómo hubiesen sido las cosas si es que siguiesen vivas. Pero no, prefirieron pensar en ellas como la nueva y perfecta versión de Romeo y Julieta: Julieta y Julieta.
Al día siguiente dos jóvenes desnudas tomadas de la mano fueron encontradas muertas en un cuarto de hotel. Una envenenada y otra desangrada por una enorme herida en su espalda.

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