jueves, 8 de noviembre de 2012

Mordisco C-L

"Íbamos con Laína en una salida normal de chicas a comprar chucherías y mirar vitrinas. Decidimos tomar el autobús porque queríamos pasar todo el tiempo posible entre las tiendas.
Lamentablemente, como es sabido, un autobús no es el lugar donde se encuentra sólo el tipo de gente que te gustaría. En la siguiente parada a la nuestra subió un tipo alto de piel morena, grandes ojos negros, corpulento, con una cicatriz perfilándole la mandíbula y, sobretodo, la mirada y actitud de alguien a quien no le preocupa la moral, ética ni ninguna norma social.
"A que te gusta", dijo Laína con un molestoso golpe de codo en mis costillas (odio que la gente haga eso).
Por supuesto que me gustaba. Se trataba del típico gusto a los chicos malos, y no duró sino dos cuadras hasta que el hombre de la cicatriz decidió que el bus estaba muy aburrido y empezó un escándalo al arrebatarle los aretes a una vieja. Obviamente el tipo no había desarrollado esa habilidad de los maleantes para reconocer a una víctima apasible porque la vieja resultó ser histérica y orgullosa poseedora de una voz similar a fregar un caucho contra un vidrio.
Entonces le siguió el mismo proceso de siempre.
Llegó el ayudante a intentar calmar los mares. El de la cicatriz se defendió como animal al aumentar su agresividad, y la vieja tampoco quedó atrás. El ayudante lucía como balletista entre un grupo de mosheros y la gente no desembarcaba del bus con tal de no perderse el incipiente show. El sigiloso ayudante no era nada efectivo, no despertaba aquel sentimiento de autoridad o de miedo. Era más bien un molesto adorno en la escena: distraía la vista del resto de personas que vestía andrajos, ya sea por antiguos o rotos por ser requisito de sus modas."

Muy bien, ahora conviene no hablar ya del susodicho ladrón ni de la vieja sino que nos ocuparemos de asuntos más importantes como en ver la reacción de este montón de gente.
Por una esquina tenemos a la típica madre con su hijo. El niño es ya lo suficientemente maduro como para darse cuenta del mal comportamiento del hombre de la cicatriz hacia la anciana, pero no lo suficientemente maduro como para ver la semejanza entre el acto que sus ojos presenciaron con el acto que sus manos hacen semanalmente cuando hurta una cuantas monedas del bolso de su madre. La madre es lo suficientemente experimentada como para no sobresaltarse pues sabe que actos así pasan muchas veces cada día, pero lo que aún no aprende a recordar, a pesar de su experiencia, es que ciertos objetos valen más por lo que representan que por el dinero que reportan; esto es dicho porque lo primero que dijo cuando  entendió el motivo del chillido de la vieja fue: "no valen más de cinco dólares".
Por la otra esquina tenemos un pequeño grupo de estudiantes de instituto. Esta es fácil. Digamos que la presencia del grupo empuja a que cada uno de sus integrantes pugne por agradar al resto valiéndose de bromitas que vocean a un nivel suficientemente alto para ser escuchados por sus compañeros pero lo suficientemente bajo como para que no les cause problemas con el resto de pasajeros. Lo que ellos opinan individualmente queda cancelado por el deseo grupal de pasar un buen rato.
Por la parte delantera tenemos al conductor del autobús que no ha dejado de manejar y apenas ha lanzado unas cuantas miradas al espejo retrovisor para enterarse del incidente. Una preocupación está naciendo en su interior: los nuevos pasajeros que abordan el autobús no han sido vistos por el ayudante y por tanto no han pagado aún el valor del transporte, también es posible que los pocos que se han bajado tampoco hayan pagado. La preocupación crece conforme las llantas ruedan. También ha empezado ya a pensar en despedir al ayudante alegando ineficacia.
Hay un grupo de gente que no se ha inmutado por el hecho y han continuado pensando en sus asuntos corrientes mientras esperan pacientemente a que el autobús llegue a la parada que necesitan.
¿Y sería demasiada coincidencia que en el autobús se encontrara otro ladrón? No, este mundo está lleno de coincidencias, y de ladrones. El segundo ladrón es de otro nivel. Hace tiempo que pasó del robo de aretes en autobuses, por tanto no hace falta recalcar que está condenando al otro ladrón por cada error cometido. Primero: si no tuviste otra opción más que robar en medio de mucha gente pues de inmediato te escapas o te mezclas, pero no te quedas junto a la víctima como un solemne idiota. Segundo: los aretes están dentro de la clase de cosas complicadas de robar y en la clase de las que la mayoría de las veces usarás la fuerza; así que debes asegurarte que el objetivo valga la pena, y, ciertamente, aquel par de grandes, brillantes, y casi ridículos aretes no eran el caso; cualquier buen ladrón, al igual que cualquier mujer con conocimiento básico de joyas, se daba cuenta de que eran alhajas baratas. Tercero: si te pillan en pleno acto y tienes la oportunidad de devolver lo robado y salir intacto pues debes hacerlo, pero no ponerte a competir en reclamos como lo hacía el de la cicatriz con la vieja.
En cuanto al ayudante diremos que se esfuerza por encontrar una forma de resolver el problema. Lamentablemente es su primera vez con un ladrón. Lo más cercano que ha estado a un percance parecido fue hace dos días cuando tuvo que lidiar con un maleante que se negaba a pagar, pero la cuestión no fue mayor: el tipo malo se cansó de que lo moleste pidiendo el dinero así que se bajó a un par de cuadras desde donde había abordado. Pero ahora, el tipo de la cicatriz definitivamente estaba buscando lío; pensó que era del tipo de maleantes que se dedicaban a cometer actos sólo por el gusto que sentían al provocar desordenes. Por eso es que el ayudante no mostraba actitud de superioridad, sabía que al tipo de la cicatriz debía hacerle sentir como que era el dueño de la situación, esperar y luego probablemente se aburriría y se iría. Porque a la final de todo, todos nos aburrimos ¿no?
Era un asunción no del todo desacertada la del ayudante. Pero así como el mundo está lleno de coincidencias sucede que también pasan cosas ridículas e increíbles justo cuando piensas que todo se arreglará como siempre se ha arreglado. 

"Habían pasado ya unos diez minutos entre las acusaciones de la vieja y las sucias réplicas del de la cicatriz. Laina y yo decidimos que no veríamos nada más interesante, además estábamos ya cerca de las tiendas, así que decidimos bajarnos en la siguiente parada. Juro que vi al de la cicatriz lanzarme una mirada cuando nos movimos con Laina cerca de la puerta de salida. Cuando el bus empezaba a frenar, el ladrón corrió hacia la puerta de salida y nos empujó a la acera a Laina y a mi. Pero no paró ahí sino que intentó cruzar la avenida sin cuidarse de los vehículos. No es difícil imaginarse que murió al instante. Un vehículo blindado, de esos que llevan dinero a los cajeros automáticos, se encargó de matarlo en segundos. Tampoco es difícil imaginarse el titular de la noticia al siguiente día en el periódico local: "Ladrón muere por un par de aretes" ¿Y cómo estaba escrita la noticia? Pues en el tono más amarillista posible. Lo sé porque fuimos nosotras las fuentes de información para esa periodista, información que luego había sido tan deformada como el cuerpo del ladrón luego del accidente. Y ya me cansé, mejor les describiré los adorables bolsos y zapatos que compramos con Laína:...xxx"

Laína y su amiga primero amaron al de la cicatriz por encontrarlo físicamente atractivo, luego lo odiaron por haberlas lanzado contra la acera. Luego sintieron lástima por la horrible forma en que murió. Y luego lo olvidaron porque nunca sintieron nada real por él. Porque nunca les importó.
Y así, se olvida fácilmente a quien no te importa. Y viceversa.

miércoles, 29 de agosto de 2012

El ganso

Lo miré. Él estaba ahí, amontonado en el piso cual saco de grasa. No le importaba que lo vea en tal estado. Suele pasar. Cuando recién conoces a alguien te esmeras para que vea tu mejor lado pero cuando ya has entrado en confianza pierdes todo cuidado. En fin, su rostro demostraba que le valía un bledo si lo encontraba con esmoquin o follándose a una vaca. Hizo el intento de saludar -aún le quedaba un poco de buena educación-, pero el sonido gutural que vomitó fue indescifrable. Normalmente yo habría pasado de largo y ni siquiera me habría molestado en mirarlo, pero estaba en mi habitación. Y yo a mi habitación le había jurado amor eterno. No podía simplemente ignorarlo.
El saco de grasa en cuestión no mostraba intenciones de desplazarse a su propia pocilga. ¿Qué podía hacer yo? Mi mente empezó gozosamente a imaginar una pala enorme que cargase el bulto. No, mejor una pala enorme cubierta de púas como un mangual. No, mejor mi pala-mangual al rojo vivo. ¿Por qué al rojo vivo? No lo sé, tal vez me animé pensando en los gritos de dolor que lanzaría al ser quemado. No, mejor dos palas-mangual al rojo vivo para aplastarlo mientras lo traslado y lo quemo...
Suele pasarme. Imagino cientos de posibles -¿posibles?- formas de hacer algo. Me paso la mitad de mi vigilia imaginando cosas, y la otra mitad del tiempo no sé lo que hago.
Recordé mi historia de meditación favorita, aquella que me contó Marian donde la enseñanza consistía en que no debía hacer nada. Y la apliqué con rigurosidad. 
Las situaciones eran parecidas. Según Marian, para sacar al ganso de la botella sólo debía esperar, ya sea que el ganso adelgazaría y saldría, o engordaría y rompería la botella -ella pasaba por alto la condición de que no debías romper la botella-. En mi caso era incluso más simple, el saco de grasa no se arriesgaría a perder un solo gramo ni a sentir hambre.
Y ya, sólo fue cuestión de tiempo.

jueves, 5 de julio de 2012

Lesbos


Anne
Anoche  nuevamente lo repetí, le di todo de mí, al menos todo mi cuerpo. Él no era diferente de los demás, la única diferencia es que tenía una manía por palparme las axilas. He estado con tantos que ya no se me hace estrafalario. Siempre me repito que ellos son los usados, a quienes seduzco y obligo hasta llegar al mayor acto de unión que se supone hay. Tengo mis pretensiones, intento entender por qué es que no me gusta hacerlo con ellos, y por qué es que no me gustan. Pero no lo logro, siento ira, y, como dice la frase “hay que eliminar el mal de raíz” entonces los mato. Es sencillo. Hay un momento exacto para ejecutar su muerte, justo al final del clímax. Nunca me ha gustado ver el sufrimiento, por eso lo hago cuando ellos están en pleno goce. He visto cómo se apagan sus ojos, primero están brillando como cristales al cobijo del placer, luego una pequeña y extraña sensación invade su orgasmo, no saben qué es lo que pasa, y, para cuando empiezan a entenderlo, ya no hay como revertirlo. Sus muertes tampoco me agradan, ellos me resultan indiferentes, tanto muertos como vivos. Y no lo entiendo.

Virginia
En general, a ninguna mujer le cuesta tener a un hombre. Te vistes como mujerzuela, caminas contorneándote, un jugueteo de miradas. Y listo, lo tienes directo en tu plato. Pero conseguir una mujer es diferente. Ninguna te hace caso sólo porque seas el cuerpo más llamativo, si eres intelectual te acusan de no tener sentimientos, y si eres sentimental empiezan a dudar de si las deseas como para darles placer. Más aún, todo da un vuelco cuando eres una mujer buscando otra mujer, se vuelve tan difícil como encontrar dos lesbianas en el único bar medio decente de este pueblucho. No es sólo la desmotivación al no encontrar un maldito hombre que me guste, es también el miedo de que jamás encuentre uno y, sobretodo, el miedo de llegar a ser rechazada por quienes sí me gustan: las mujeres.

NNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNN

   –Piensas como hombre –dijo el barman mirando a Virginia, él era el único que conocía sobre su lesbianismo.
   –Las grandes mentes son andróginas –respondió ella dedicándole su mejor guiño.
Habían estado dos horas calificando a cada mujer que atravesaba la puerta de entrada al bar. Virginia las prefería pequeñas porque demostraban mayor fragilidad y calzaban con su enorme autoconfianza mientras que su amigo las prefería toscas y bien puestas para que complementen su escasa fortaleza durante la intimidad. Este era el hecho del que Virginia constantemente se valía para burlarse de su amigo y, en ocasiones, obligarlo a presentarla con hombres dispuestos a acostarse con ella y olvidarla al siguiente día. Ella había dicho que prefería relacionarse con mil mujeres diferentes antes de conocer a la ‘adecuada’, pero su amigo era un romántico que deseaba conocer lo más pronto a la ‘adecuada’ y evitarse el largo camino lleno de mujerzuelas. Tal fue la razón para acusarla de tener mente masculina, y suficiente para alejarse de Virginia antes de que empiece a importunarlo con sus típicas súplicas para que pregunte a las mujeres si es que ostentaban tendencias lésbicas.
Virginia permaneció en su taburete junto a la barra mientras observaba tristemente cómo una pareja heterosexual se daba de beber vino uno a la boca del otro, la pareció que sería tan fácil ir a poner veneno en la copa de él, tal como lo hacía cada vez que estaba con un hombre, y enrollarse con la mujer que lucía tan dócil.
Desvió la mirada a la madera de la barra que estaba cubierta de gotitas de agua para no pensar más en su desagrado. No pensaba emborracharse aquella noche, ni jugar al gato y el ratón con cada mujer apetecible que encontrara. Entonces creyó que debía irse, luego de la última copa se largaría a su casa a hacerse feliz en solitario. Tomó otro trago de su tequila para degustar lenta y casi sádicamente el amargo sabor de la bebida unido al torrente sentimentalista que la inundaba desde adentro. Nunca pensó que aquella sería su noche de suerte.
El barman le colocó un martini en frente y mientras Virginia abría la boca para soltar algún enfado, él empezó a hablar con soltura:
   –Nunca pensé decírtelo, pero esto –agarró el martini entre sus manos- te lo envía la mujer del otro extremo de la barra.
   –Amigo mío, seguro que tú te equivocaste, y ella se lo envió al gordo este –miró al hombre que estaba sentado en la mesa más cercana-, o al calvo desdentado que está a mi izquierda o al adonis solterón que tengo a mi derecha –apuntó con el pulgar a un tipo moreno, cincuentón, de labios asquerosos y cabello graso. Había visto ya demasiadas veces cómo las mujeres preferían a hombres repugnantes antes que a ella.
   –No, ella fue muy clara al decirme que era para ti. Y yo también se lo pregunté para confirmar. Pero no te aseguro que ella tenga las mismas intenciones que tú –dijo al ver la mirada iluminada de Virginia-, pueda que simplemente lo hizo porque le diste pena.
   –Por algo se empieza.
Virginia sujetó la copa y caminó sonriente hacia donde estaba la que sería su ratón por aquella noche. Le estaba inmensamente agradecida por haberle subido el ánimo así no se tratase más que de un acto caritativo. La mujer le gustó de inmediato, tenía un largo cabello color chocolate a juego con sus ojos y unos labios enrojecidos más por la bebida que por el lápiz labial. No pensaba aprovecharse de ella y emborracharla, sólo quería una agradable conversación.
   –¿Qué te ha parecido el gesto? –preguntó la mujer con voz desentonada, efecto típico del alcohol. Virginia iba a empezar por agradecer, pero la mujer siguió hablando-. No me mires mal, por favor, te puedo decir mil formas en que podrías tomar mi gesto, la primera que se me ocurre es que simplemente estoy haciendo algo que a mí me han hecho un montón de veces, sólo que se lo devuelvo a una mujer. He probado más licor porque alguien me ha invitado antes que porque lo he pedido. Pero esto –levantó su vaso de whisky-, me lo he pedido yo sola y es lo que he querido, y me lo terminaré –bebió de un solo trago el resto de bebida e hizo señas para que le traigan otro.
Virginia pensó en limitarse a escucharla porque notó que la mujer estaba en la fase de cotorra que desencadena el alcohol, y ella mejor que nadie sabía que la mejor persona para desahogarse es alguien completamente desconocido.
   –Te envié el traguito porque esta noche me prometí hacer lo que me plazca, y siempre he tenido ganas de invitar a una mujer.
A Virginia le hirvió la sangre de entusiasmo al escuchar algo que siempre había oído en sueños.
   –Si quieres puedes marcharte –continuó la mujer-, pero sólo me gustaría que escuches cuál es mi gran problema, –dio un respiro cansado-. No entiendo por qué no me gustan los hombres –Virginia casi salta de la emoción-. Ahora no quiero entenderlo, sé que sólo son gustos, tal vez luego se me pase, pero por hoy, cómo me gustaría estar con una mujer.
   –Yo soy mujer –le dijo Virginia ya sin aguantar su autoimpuesto silencio.
La mujer pasó la mirada del vaso a Virginia y no necesitó volver a preguntar para saber que había hallado justo a quien necesitaba. Pero entonces recordó que sus líos sentimentales siempre terminaban, más bien que ella los terminaba, y pensó que no quería hacerle lo mismo a una mujer, así fuese una desconocida.
   –Yo siempre termino todo de forma cortante. Tómamelo literalmente.
   –No te preocupes –respondió Virginia-, yo también he tenido muchas relaciones tristes.
   –Yo voy más allá de eso, de verdad que corto mis relaciones. –Tomó la mano de Virginia-. Confío en que no me delates. Yo los corto a ellos.
La conexión de miradas entre Virginia y la mujer dejó entrever que mutuamente se entendían.
   –Tú cortas cuerpos que de antemano ya te cortaron el corazón –dijo Virginia y la mujer asintió-, yo, en cambio, devuelvo parte del veneno que me dan a diario.
La mujer, con mirada triste, sintió pena por ella misma: –Cada vez que estoy con ellos siento que dentro de mí crece un pozo vacío y profundo.
Virginia, patética por primera vez, cristalizó sus ojos y acarició la mejilla de la que ya consideraba su amante. Recordó también haber tenido sensaciones similares, y lo más desagradable y penoso que enterraba en su mente:
   –Una vez me acosté con un gay. Fue lo más triste que he hecho. Dos seres hipócritas, cada uno ocultándose a la sombra de otro más miserable.
   –¿Cómo acabo eso?  -preguntó la mujer.
   –Igual que con el resto. No pensaba soportarlo más, me concentré pensando en que el veneno pronto lo acabaría.
La mujer sonrió a Virginia, casi como felicitándola por haberlo tratado igual que el resto de la masa varonil.
   –La gente es muy simplista -dijo-, piensa que hombre y mujer están destinados a estar juntos, como los números, tan juntos como el 1 lo está del 2. Pero no se dan cuenta que entre 1 y 2 hay infinitos números.
   –Entre nosotras lo que más importa es la unión –dijo Virginia sonriendo y sin ánimos de ponerse a pensar en números.
La mujer dijo llamarse Anne. Y ambas salieron del bar. En el camino, Anne mostró el contenido de su gran bolso. Virginia vio que ella iba preparada: llevaba protección, un cambio de ropa interior, y un par de navajas. En el hotel, Anne se atrevió a preguntar lo que a ambas les urgía:
   – ¿Y cómo terminará esta noche?
   – Igual que las demás. Ninguna de las dos conoce otra manera.
Abrazaron sus cuerpos desnudos y se entregaron a la unión de sus almas. Los gemidos placenteros duraron una eternidad. Si los dioses indicaran cómo debían amarse dos mujeres, ésta sería la forma. Aquel fue un éxtasis de cuerpos femeninos que sin ser penetrados alcanzaron la gloria mutua.
Cuando hubieron de satisfacerse, sentadas sobre el colchón y abrazadas inocentemente, decidieron, sin decirse nada, que ya era hora. Virginia profundizó su abrazo estrechando aún más sus pechos contra los de Anne, acarició con ambas manos la cálida espalda de su amante, delineó por última vez su cintura, apartó lentamente los dedos, y limpió el sudor de sus manos en la sábana. El par de navajas que reposaba al borde de la cama fue retirado y Virginia lentamente desde los hombros fue hundiendo en la carne las brillantes hojas de acero marcando una gran X sobre la fina espalda. El telón de sangre tardó un par de minutos hasta desplegarse, el abrazo empezó a debilitarse, los delgados cuerpos se apartaron y las miradas se encontraron. Anne tenía lágrimas en sus alegres ojos, sus labios separados y apenas respiraba, alzó el rostro para contemplar a Virginia.
   –Gracias –dijo usando el tono de la verdadera gratitud.
Virginia sonrió al bulto que tenía en frente porque hacía rato que su visión estaba borrosa y no podía identificar los bellos ojos marrones de su amada. Ambas cayeron al unísono sobre el colchón, con Anne de espaldas respirando cansadamente y Virginia retorciéndose delicadamente al sentir todo el dolor del veneno. Por la mente de ambas pasó la idea de cómo hubiesen sido las cosas si es que siguiesen vivas. Pero no, prefirieron pensar en ellas como la nueva y perfecta versión de Romeo y Julieta: Julieta y Julieta.
Al día siguiente dos jóvenes desnudas tomadas de la mano fueron encontradas muertas en un cuarto de hotel. Una envenenada y otra desangrada por una enorme herida en su espalda.

viernes, 27 de abril de 2012

Normal

La esencia de la pura maldad.
No es ese hacer que los demás te detesten. Es hacer que quien más te quiere te empiece a detestar. Es matar lo más noble que alguien puede darte. Es matar el amor que alguien te tiene.
¿Y por qué? Pues no se sabe. Solo cabe decir que es un gozo y una pena simultánea, sin saber donde acaba el uno y empieza el otro.
La maldad sabe que la verdadera muerte va de a poco. Por eso actúa sin prisas, no le importa perder pequeñas batallas porque que al final se vanagloriará con el resultado letal. Cada día mata, asesina sin rencor, es puro gusto. Sigue el ejemplo de otra cuestión pura, del amor. La maldad, como el amor, al momento de matar no distingue raza ni estrato. No se fija; es ciego, sordo, mudo, insensible, inodoro. La maldad no necesita sentidos, sólo se hace sentir. ¡Y de qué forma!


jueves, 9 de febrero de 2012

La guasona

Romelia era una chica cualquiera con un aire singular. De prosa elegante y mirada seca y penetrante. Nunca dejaba a uno solo de sus gruesos cabellos negros ondear al aire. Siempre la acompañaban su osadía a las mujeres y su repugnante mueca de boca desfigurada. Se contaba que de joven fue víctima de la impericia de un odontólogo que, en lugar de encajarle la mandíbula y enderezarle sus dientes, hizo su boca extrañamente grande y forzosamente partió sus labios. Ella había borrado el episodio de su memoria, era demasiado horripilante para una jovencita de catorce años. Las consecuencias fueron las previsibles; ser la burla de sus compañeros, desarrollar una personalidad misantrópica, y algunas obsesiones que nada tenían que ver con su mandíbula, dientes y labios anormales. Y, ciertamente, terminó la secundaría llena de resentimientos y no dispuesta a seguirse exponiendo en un salón de clases. Ahora, es merecedora una pausa para hablar de su familia: de clase media, padre constructor, madre profesora, y con dos hermanos gemelos donde ella era la mayor pero siempre tuvo que seguir el ejemplo de sus hermanos. Los gemelos no eran listos pero al menos maduraban rápido; Romelia solía compensar el cerebro faltante a aquellas idénticas cabezas, y, obviamente, ellos siempre se llevaban el crédito. Ella había renunciado para siempre a aquellos gustillos femeninos que su madre no se preocupaba en disimular como lucir un rojo y espectacular lapiz labial, tener una fotografía suya luciendo una sonrisa enmarcada por unos perfectos labios y, por supuesto, el goce de un desenfrenado beso con un hombre. La ventaja de renunciar a algo cuando joven es que de adulto no sientes su falta, se decía convencida la mente de Romelia.
Tenía múltiples apodos como "la comelatas", "la descosida", y el más reciente y popular: "la guasona". Romelia no sentía la necesidad de ser amable a menos que reciba muestras claras de que iba ser retribuida, y ello pocas veces sucedía. ¿Creen ustedes que ella tenía trabajo? "Se busca mujer de buen aspecto para secretaria, recepcionista, jefa..." Así decían los anuncios. Se supone que la sonrisa arreglaba el rostro de cualquiera, pero a ella la jodía. Si quitamos la boca, pues sí era bonita. Pero era Romelia completa a quien la gente veía así que no, no tenía trabajo. Pero ella era, a grosso modo, la atracción turística de la ciudad. ¿Quién no quisiera ver y fotografiar a una delgada dama de mirada penetrante y labios amontonados como elástico dañado? Había otra razón, que atraía a ornitólogos, y es que ella constituía un imán para los extraños pájaros negros comegusanos del parque...

martes, 31 de enero de 2012

P F condicional

A veces su amor era como papel absorbente. Y a veces era yo su sumidero. Cambiábamos nuestros centros de universo a cada momento. No respetábamos la gravedad. No había leyes entre nosotros. Él decía que éramos diferentes, yo decía que sólo éramos.
Él era mi locura más razonable y yo su más loca sensatez. No se puede decir que nos complementábamos, nunca habíamos sentido necesidad de ello. Éramos algo que no nos importaba definir ni nombrar. Sabíamos que éramos algo y, la mayoría de las veces, eso bastaba.
No nos dimos poder para perdernos porque nunca nos entregamos el uno al otro. No peleábamos, eso no tenía sentido entre nosotros. Pelear sirve cuando se sabe que uno está dispuesto a ceder o a rendirse. Y esas no eran opciones para nosotros.
¿Nos gustaba pensar en el futuro? Sí, porque sabíamos que no lo tendríamos. Era tan agradable.