miércoles, 29 de agosto de 2012

El ganso

Lo miré. Él estaba ahí, amontonado en el piso cual saco de grasa. No le importaba que lo vea en tal estado. Suele pasar. Cuando recién conoces a alguien te esmeras para que vea tu mejor lado pero cuando ya has entrado en confianza pierdes todo cuidado. En fin, su rostro demostraba que le valía un bledo si lo encontraba con esmoquin o follándose a una vaca. Hizo el intento de saludar -aún le quedaba un poco de buena educación-, pero el sonido gutural que vomitó fue indescifrable. Normalmente yo habría pasado de largo y ni siquiera me habría molestado en mirarlo, pero estaba en mi habitación. Y yo a mi habitación le había jurado amor eterno. No podía simplemente ignorarlo.
El saco de grasa en cuestión no mostraba intenciones de desplazarse a su propia pocilga. ¿Qué podía hacer yo? Mi mente empezó gozosamente a imaginar una pala enorme que cargase el bulto. No, mejor una pala enorme cubierta de púas como un mangual. No, mejor mi pala-mangual al rojo vivo. ¿Por qué al rojo vivo? No lo sé, tal vez me animé pensando en los gritos de dolor que lanzaría al ser quemado. No, mejor dos palas-mangual al rojo vivo para aplastarlo mientras lo traslado y lo quemo...
Suele pasarme. Imagino cientos de posibles -¿posibles?- formas de hacer algo. Me paso la mitad de mi vigilia imaginando cosas, y la otra mitad del tiempo no sé lo que hago.
Recordé mi historia de meditación favorita, aquella que me contó Marian donde la enseñanza consistía en que no debía hacer nada. Y la apliqué con rigurosidad. 
Las situaciones eran parecidas. Según Marian, para sacar al ganso de la botella sólo debía esperar, ya sea que el ganso adelgazaría y saldría, o engordaría y rompería la botella -ella pasaba por alto la condición de que no debías romper la botella-. En mi caso era incluso más simple, el saco de grasa no se arriesgaría a perder un solo gramo ni a sentir hambre.
Y ya, sólo fue cuestión de tiempo.