miércoles, 2 de febrero de 2011

La vieja del barrio

Por supuesto que me acuerdo de la puta vieja bruja del barrio. Vivía en la bajada camino a la iglesia, por lo que todos pasábamos por ahí semanalmente. Su puerta estaba justo donde faltaban algunos adoquines en la calle y al pie de un poste que tenía una vieja mancha de sangre. Sucedía que era la mujer multifunciones, de ese tipo de personas que a falta de una verdadera profesión empiezan a aprender de todo con la esperanza de que si no hacen algo bien al menos muchas cosas podrán hacer, aunque no estén tan bien. Si necesitabas saber cómo sería tu futuro con una chica, ella era la gitana. Si necesitabas hacer un amarre, ella era la bruja. Y si el amarre fallaba y necesitabas consuelo, entonces ella era la puta.
Era una mujer de hábitos no habituales. A nada te diría que no, a nada se negaría, no por experimentación sino por miedo a no poder hacer algo. Los hombres iban a golpear tímidamente su puerta y ella de inmediato abría, no dejaba tiempo para arrepentimientos. Yo lo sé porque lo probé. Su cuartucho apestaba tanto como se puede esperar de alguien que ejerza funciones de curandera y de amante. La verdad es que, aunque suene asqueroso, ella no lo hacía tan mal. Yo fui porque caí, como todo joven, en el primer amor no correspondido; y luego porque, como todo joven idiota, quise probar el promiscuo amor de una puta.
Ella se llamaba Amanda. Recuerdo que cuando fui a verla, bajo la amarillenta y parpadeante luz pública yo contemplé tranquilamente su puerta de madera; así mismo, recuerdo que un grupo de mujeres mayores de ojos amarillos pasaban apresuradas y, al mirar a la puerta parpadeaban tanto como si pretendiesen ver lo menos posible. Amanda 'la bruja' era bella, 'la puta' no tanto; pero mi mejor recuerdo es de aquella noche cuando fui por conforte, de justo cuando terminamos y ella expulsó el caliente producto de su orgasmo igual que un volcán. Y es así como prefiero recordarla.
Me sorprende que no puedo rememorarla de niño, sólo recuerdo cuando por las noches pasábamos por fuera de su casa y aquella puerta parecía seducirnos. A todos les sucedía, se quedaban un rato contemplándola con curiosidad y luego escapaban asustados al rememorar las estúpidas historias inventadas por nuestras madres.
He pensando que quizá sigue allí, pero no me atrevería a volver. Sigo siendo un niño temeroso de su madre amenazando con: "yo te dí la vida, y te la puedo quitar". Aunque también puede ser que prefiero la magia y el misterio que envolvían a Amanda; y es que ahora no hay eso, no tengo nada de intriga, sólo existe, y tengo, demasiada realidad.

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