Los ojos ardían en dos cuencas llenas de ácido. Los globos oculares amenazaban con reventar. Ella no quería ser tocada. Se sentía sucia. No había nada cómodo en ella. Las náuseas eran una sensación recurrente. Ya no quería seguir. ¿Por qué hacerlo? Era la maldita pregunta de siempre. Años en la misma carroña. Nada cambia, hubiese querido ya no seguir pensando y escribiendo lo mismo, pero nada ha pasado. ¿Está el fracaso grabado en su piel? ¿Y a quièn diablos le importa? Llorar no ayuda, eso fue al principio, cuando las lágrimas aún tenían sal. Ahora el vómito incluso tiene buen sabor.
-Ya no lo hagas más -imploró el hermano.
-No me mato a mí, la mato a ella -respondió la chica apuntando a su reflejo en el espejo.
-Eres tú ¿por qué no lo ves?
-¿Quieres decir que yo soy un reflejo? Osea que si no existiera el espejo entonces yo tampoco.
El hermano se levantó y caminó hacia ella como quien anhela con un abrazo remediar las cosas. Empujó el espejo hacia una esquina y agarró a la hermana por la espalda, la tumbó contra la pared para que ella sea consciente de su propio y existente cuerpo (fino como lámina) que impedía al hermano rozar la pared. La miró como sabía que a ella le gustaba y con voz de falso poeta empezó a decirle:
-¡Oh, vamos! El espejo dejó de ser espejo hace mucho tiempo. Se supone que servía para armonizarte con tu versión material, era una ayuda para que te identifiques con un conjunto de rasgos. No fue hecho como ayuda para que planees los cambios de tus características en aras de ser semejante a otro. No fue concebido para que los uses como herramienta en tus retoques y distorsiones. El espejo te ofrecía la posibilidad de un desarrollo íntegro, ni por asomo alguien pensó que sería la rajadura para desmoronar el muro. No se supone que serviría para ocultarte, para cubrirte, sino para que puedas contemplar la pureza de tu desnudez. Los espejos originales eran magníficos y los hombres acudían en comunidad a contemplarse en ellos...
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