Él sufría de intolerancia a la vaguería, era uno de esos tipos que no puede estar un segundo sin hacer nada y que tampoco puede verte mientras te las das de vaga. ¿Querías desesperarlo? Pues no tenías que hacer nada, y eso era todo. Por la forma en que me veía, podía apostar a que me odiaba, pero no se concentraba en eso porque se distrairía de sus otros trabajos como mover mesas y limpiar las suciedades de los gatos. No, dar odio era menos importante que tales tareas.
A mi ese restaurante siempre me pareció asqueroso por el hecho de admitir animales, aparte de los comensales. Al principio iba ahí porque estaba cerca de mi supuesto trabajo, pero luego fue sólo para observar al curioso camarero adicto a la actividad que siempre me atendía. No lo describiré físicamente porque hay características más llamativas en su ser, además no tenía nada especial, sólo imaginen la apariencia de un hombre promedio.
Pongámosle un nombre, ¿Juan está bien?, para un hombre de apariencia promedio ahí va un nombre promedio. Ahora bien, yo no había visto nunca a un hombre tan eficiente como Juan. Limpiaba tu mesa mientras te recitaba el menú, luego te decía que volvía en un par de minutos e iba a la mesa siguiente a repetir lo mismo, si a su regreso -casi puedo jurar que en dos exactos minutos, pero siempre me dio flojera comprobarlo- no te habías decidido aún entonces podrías disfrutar de un atisbo de su furia seguido de una sonrisa mientras te recomendaba qué comer, yo diría que más bien te obligaba a escoger. Nunca olvidaba preguntar al final: ¿se le ofrece algo más? Y, si por mala suerte, alguien abría la boca, Juan daba un largo respiro esperanzado en que hasta que el aire deje vacíos sus pulmones el cliente haya ya cerrado la bocaza. Finalmente desaparecía y sólo volvía caminando presuroso con una enorme bandeja de platos encima. La comida estaba siempre demasiado caliente pero a Juan no le importaba. Así sólo bebieras café, siempre te servía los botes de salsas, y lo hacía con disciplina militar, ordenaba los envases apuntando al este, primero el rojo, luego el amarillo y por último el blanco. Un poco antes de que terminaras tu comida -con la lengua quemada la mayoría de las veces-, él volvía con la cuenta y una sonrisa, de lo más fingida, a agradecerte por haber acudido al cuchitril ese. Se supone que ahí terminaba su trabajo, pero si te quedabas más tiempo viendo simplemente el paisaje, Juan aparecía gustoso a preguntarte si deseabas algo más, no haciendo otra cosa que echarte así fueses el único cliente.
Ese ambiente era enfermizo, y el camarero, aunque eficiente, siempre te caía pesado. Él no era el mejor complemento para una buena digestión, así que sólo ibas ahí si estabas medio loco o llevabas un gato contigo, es decir, si es que estabas medio loco.
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