Hace un tiempo los hombres encontraron cómo despertar a un genio. Tenían buenas intenciones, incluso llegaron a un acuerdo sobre lo que pedirían y nadie se negó a la inocente esperanza de la paz mundial. Finalmente habían encontrado aquellos manuscritos de las antiguas civilizaciones que constituían el eslabón perdido en las historias místicas que todos querían creer; finalmente no quedo ningún escéptico.
Cuando hubieron hecho el rito, por así llamarlo, para despertar al genio, se llevaron una mejor sorpresa. El cielo se ennegreció, cayeron tormentas, rayos y todas aquellas señales que la naturaleza acostumbra dar cuando algo muy malo va a suceder. Entonces vieron que en lugar del genio apareció, por una grieta de la tierra, un monstruo parecido a la más horrenda corrupción de un dragón y que no constituía en absoluto una bestia de magnífica naturaleza; la visión del monstruo alejó los buenos sentimientos de aquellos frágiles corazones humanos y no siquiera necesitó hacer mayor esfuerzo para derrumbar la organización que habíase formado en pos de la armonía anhelada. Parecía ser que la bestia llevaba plagas a donde quiera que fuese, y que la muerte era inevitable. No hace falta especificar las luchas que los hombres tuvieron entre sí; más lo peor fue que ellos cegaron sus espíritus.
No está por demás decir que un ser tan benevolente como aquel genio-ángel, que constituyó la intención original de la empresa de los hombres, obviamente no estaría solo encarcelado en aquel lugar; tenía su guardián. Si vas a liberar por buenos términos a un encarcelado, es de esperarse que encuentres primero a su celador; y, en este caso, el celador era más bien un amable sirviente del enjaulado quien al verse liberado tardó un poco en atreverse a abandonar su habitual morada. Pensó que sería esperado por quien o quienes fueron en su auxilio, pensó que los seres que lo buscaron estarían esperándolo pacientemente escondidos tras algunas piedras; pero no, ellos estaban ocupados provocándose guerras. El genio vagó por entre ellos con sus mejores modales, mostrándoles su mejor sonrisa; y los humanos no respondían, si es que lo veían era tan sólo para aborrecerlo pensando en que sería otro monstruo. Los hombres estaban tan ocupados lamentándose sus tragedias que a ninguno se le ocurrió siquiera hablarle, siquiera intentar pedirle algo. Y una criatura de tan espléndida naturaleza no podía vivir entre aquella masa desesperada y repugnante; podría decirse que murió de pena.
Al morir, su cuerpecillo vaporoso volvióse casi similar al de un humano, pero era brillante a pesar de ser carne muerta; y tenía alas. Sólo por esto último los hombres se dieron cuenta de lo que era, de lo que había sido, de lo que perdieron. Y lloraron su pena, como si con ello pudieran revivirlo, lloraron como si la historia no les hubiera enseñado a resignarse, lloraron como si fuesen los primeros hombres en la historia, como si ningún conocimiento los antecediera.
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