Anne
Anoche
nuevamente lo repetí, le di todo de mí,
al menos todo mi cuerpo. Él no era diferente de los demás, la única diferencia
es que tenía una manía por palparme las axilas. He estado con tantos que ya no
se me hace estrafalario. Siempre me repito que ellos son los usados, a quienes
seduzco y obligo hasta llegar al mayor acto de unión que se supone hay. Tengo
mis pretensiones, intento entender por qué es que no me gusta hacerlo con ellos,
y por qué es que no me gustan. Pero no lo logro, siento ira, y, como dice la frase
“hay que eliminar el mal de raíz” entonces los mato. Es sencillo. Hay un
momento exacto para ejecutar su muerte, justo al final del clímax. Nunca me ha
gustado ver el sufrimiento, por eso lo hago cuando ellos están en pleno goce. He
visto cómo se apagan sus ojos, primero están brillando como cristales al cobijo
del placer, luego una pequeña y extraña sensación invade su orgasmo, no saben
qué es lo que pasa, y, para cuando empiezan a entenderlo, ya no hay como
revertirlo. Sus muertes tampoco me agradan, ellos me resultan indiferentes,
tanto muertos como vivos. Y no lo entiendo.
Virginia
En
general, a ninguna mujer le cuesta tener a un hombre. Te vistes como
mujerzuela, caminas contorneándote, un jugueteo de miradas. Y listo, lo tienes directo
en tu plato. Pero conseguir una mujer es diferente. Ninguna te hace caso sólo
porque seas el cuerpo más llamativo, si eres intelectual te acusan de no tener
sentimientos, y si eres sentimental empiezan a dudar de si las deseas como para
darles placer. Más aún, todo da un vuelco cuando eres una mujer buscando otra
mujer, se vuelve tan difícil como encontrar dos lesbianas en el único bar medio
decente de este pueblucho. No es sólo la desmotivación al no encontrar un
maldito hombre que me guste, es también el miedo de que jamás encuentre uno y,
sobretodo, el miedo de llegar a ser rechazada por quienes sí me gustan: las
mujeres.
NNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNNN
–Piensas como hombre –dijo el barman mirando
a Virginia, él era el único que conocía sobre su lesbianismo.
–Las grandes mentes son andróginas –respondió
ella dedicándole su mejor guiño.
Habían
estado dos horas calificando a cada mujer que atravesaba la puerta de entrada
al bar. Virginia las prefería pequeñas porque demostraban mayor fragilidad y
calzaban con su enorme autoconfianza mientras que su amigo las prefería toscas
y bien puestas para que complementen su escasa fortaleza durante la intimidad.
Este era el hecho del que Virginia constantemente se valía para burlarse de su
amigo y, en ocasiones, obligarlo a presentarla con hombres dispuestos a
acostarse con ella y olvidarla al siguiente día. Ella había dicho que prefería relacionarse
con mil mujeres diferentes antes de conocer a la ‘adecuada’, pero su amigo era
un romántico que deseaba conocer lo más pronto a la ‘adecuada’ y evitarse el
largo camino lleno de mujerzuelas. Tal fue la razón para acusarla de tener
mente masculina, y suficiente para alejarse de Virginia antes de que empiece a
importunarlo con sus típicas súplicas para que pregunte a las mujeres si es que
ostentaban tendencias lésbicas.
Virginia
permaneció en su taburete junto a la barra mientras observaba tristemente cómo
una pareja heterosexual se daba de beber vino uno a la boca del otro, la
pareció que sería tan fácil ir a poner veneno en la copa de él, tal como lo
hacía cada vez que estaba con un hombre, y enrollarse con la mujer que lucía
tan dócil.
Desvió
la mirada a la madera de la barra que estaba cubierta de gotitas de agua para
no pensar más en su desagrado. No pensaba emborracharse aquella noche, ni jugar
al gato y el ratón con cada mujer apetecible que encontrara. Entonces creyó que
debía irse, luego de la última copa se largaría a su casa a hacerse feliz en
solitario. Tomó otro trago de su tequila para degustar lenta y casi sádicamente
el amargo sabor de la bebida unido al torrente sentimentalista que la inundaba
desde adentro. Nunca pensó que aquella sería su noche de suerte.
El
barman le colocó un martini en frente y mientras Virginia abría la boca para
soltar algún enfado, él empezó a hablar con soltura:
–Nunca pensé decírtelo, pero esto –agarró el
martini entre sus manos- te lo envía la mujer del otro extremo de la barra.
–Amigo mío, seguro que tú te equivocaste, y
ella se lo envió al gordo este –miró al hombre que estaba sentado en la mesa
más cercana-, o al calvo desdentado que está a mi izquierda o al adonis
solterón que tengo a mi derecha –apuntó con el pulgar a un tipo moreno,
cincuentón, de labios asquerosos y cabello graso. Había visto ya demasiadas
veces cómo las mujeres preferían a hombres repugnantes antes que a ella.
–No, ella fue muy clara al decirme que era
para ti. Y yo también se lo pregunté para confirmar. Pero no te aseguro que
ella tenga las mismas intenciones que tú –dijo al ver la mirada iluminada de
Virginia-, pueda que simplemente lo hizo porque le diste pena.
–Por algo se empieza.
Virginia
sujetó la copa y caminó sonriente hacia donde estaba la que sería su ratón por
aquella noche. Le estaba inmensamente agradecida por haberle subido el ánimo
así no se tratase más que de un acto caritativo. La mujer le gustó de
inmediato, tenía un largo cabello color chocolate a juego con sus ojos y unos
labios enrojecidos más por la bebida que por el lápiz labial. No pensaba
aprovecharse de ella y emborracharla, sólo quería una agradable conversación.
–¿Qué te ha parecido el gesto? –preguntó la
mujer con voz desentonada, efecto típico del alcohol. Virginia iba a empezar
por agradecer, pero la mujer siguió hablando-. No me mires mal, por favor, te
puedo decir mil formas en que podrías tomar mi gesto, la primera que se me
ocurre es que simplemente estoy haciendo algo que a mí me han hecho un montón
de veces, sólo que se lo devuelvo a una mujer. He probado más licor porque
alguien me ha invitado antes que porque lo he pedido. Pero esto –levantó su
vaso de whisky-, me lo he pedido yo sola y es lo que he querido, y me lo
terminaré –bebió de un solo trago el resto de bebida e hizo señas para que le
traigan otro.
Virginia
pensó en limitarse a escucharla porque notó que la mujer estaba en la fase de
cotorra que desencadena el alcohol, y ella mejor que nadie sabía que la mejor
persona para desahogarse es alguien completamente desconocido.
–Te envié el traguito porque esta noche me
prometí hacer lo que me plazca, y siempre he tenido ganas de invitar a una
mujer.
A
Virginia le hirvió la sangre de entusiasmo al escuchar algo que siempre había
oído en sueños.
–Si quieres puedes marcharte –continuó la mujer-,
pero sólo me gustaría que escuches cuál es mi gran problema, –dio un respiro
cansado-. No entiendo por qué no me gustan los hombres –Virginia casi salta de
la emoción-. Ahora no quiero entenderlo, sé que sólo son gustos, tal vez luego
se me pase, pero por hoy, cómo me gustaría estar con una mujer.
–Yo soy mujer –le dijo Virginia ya sin
aguantar su autoimpuesto silencio.
La
mujer pasó la mirada del vaso a Virginia y no necesitó volver a preguntar para
saber que había hallado justo a quien necesitaba. Pero entonces recordó que sus
líos sentimentales siempre terminaban, más bien que ella los terminaba, y pensó
que no quería hacerle lo mismo a una mujer, así fuese una desconocida.
–Yo siempre termino todo de forma cortante.
Tómamelo literalmente.
–No te preocupes –respondió Virginia-, yo
también he tenido muchas relaciones tristes.
–Yo voy más allá de eso, de verdad que corto
mis relaciones. –Tomó la mano de Virginia-. Confío en que no me delates. Yo los
corto a ellos.
La
conexión de miradas entre Virginia y la mujer dejó entrever que mutuamente se
entendían.
–Tú cortas cuerpos que de antemano ya te
cortaron el corazón –dijo Virginia y la mujer asintió-, yo, en cambio, devuelvo
parte del veneno que me dan a diario.
La
mujer, con mirada triste, sintió pena por ella misma: –Cada vez que estoy con
ellos siento que dentro de mí crece un pozo vacío y profundo.
Virginia,
patética por primera vez, cristalizó sus ojos y acarició la mejilla de la que
ya consideraba su amante. Recordó también haber tenido sensaciones similares, y
lo más desagradable y penoso que enterraba en su mente:
–Una vez me acosté con un gay. Fue lo más
triste que he hecho. Dos seres hipócritas, cada uno ocultándose a la sombra de
otro más miserable.
–¿Cómo acabo eso? -preguntó la mujer.
–Igual que con el resto. No pensaba soportarlo
más, me concentré pensando en que el veneno pronto lo acabaría.
La mujer
sonrió a Virginia, casi como felicitándola por haberlo tratado igual que el
resto de la masa varonil.
–La gente es muy simplista -dijo-, piensa
que hombre y mujer están destinados a estar juntos, como los números, tan
juntos como el 1 lo está del 2. Pero no se dan cuenta que entre 1 y 2 hay
infinitos números.
–Entre nosotras lo que más importa es la unión
–dijo Virginia sonriendo y sin ánimos de ponerse a pensar en números.
La mujer
dijo llamarse Anne. Y ambas salieron del bar. En el camino, Anne mostró el
contenido de su gran bolso. Virginia vio que ella iba preparada: llevaba
protección, un cambio de ropa interior, y un par de navajas. En el hotel, Anne
se atrevió a preguntar lo que a ambas les urgía:
– ¿Y cómo terminará esta noche?
– Igual que las demás. Ninguna de las dos
conoce otra manera.
Abrazaron
sus cuerpos desnudos y se entregaron a la unión de sus almas. Los gemidos
placenteros duraron una eternidad. Si los dioses indicaran cómo debían amarse
dos mujeres, ésta sería la forma. Aquel fue un éxtasis de cuerpos femeninos que
sin ser penetrados alcanzaron la gloria mutua.
Cuando
hubieron de satisfacerse, sentadas sobre el colchón y abrazadas inocentemente,
decidieron, sin decirse nada, que ya era hora. Virginia profundizó su abrazo
estrechando aún más sus pechos contra los de Anne, acarició con ambas manos la
cálida espalda de su amante, delineó por última vez su cintura, apartó
lentamente los dedos, y limpió el sudor de sus manos en la sábana. El par de
navajas que reposaba al borde de la cama fue retirado y Virginia lentamente desde
los hombros fue hundiendo en la carne las brillantes hojas de acero marcando
una gran X sobre la fina espalda. El telón de sangre tardó un par de minutos
hasta desplegarse, el abrazo empezó a debilitarse, los delgados cuerpos se
apartaron y las miradas se encontraron. Anne tenía lágrimas en sus alegres
ojos, sus labios separados y apenas respiraba, alzó el rostro para contemplar a
Virginia.
–Gracias –dijo usando el tono de la
verdadera gratitud.
Virginia
sonrió al bulto que tenía en frente porque hacía rato que su visión estaba
borrosa y no podía identificar los bellos ojos marrones de su amada. Ambas
cayeron al unísono sobre el colchón, con Anne de espaldas respirando
cansadamente y Virginia retorciéndose delicadamente al sentir todo el dolor del
veneno. Por la mente de ambas pasó la idea de cómo hubiesen sido las cosas si
es que siguiesen vivas. Pero no, prefirieron pensar en ellas como la nueva y
perfecta versión de Romeo y Julieta: Julieta y Julieta.
Al día siguiente dos
jóvenes desnudas tomadas de la mano fueron encontradas muertas en un cuarto de
hotel. Una envenenada y otra desangrada por una enorme herida en su espalda.